Será cerca del mediodía. La gotas de
lluvia reptan por las ventanas del tren metropolitano. Volaron en caída
con mayor peso que el plomo de las nubes. Busco un asiento libre. Lo
encuentro en un apartado todo para mí. Del otro lado del pasillo una
pareja de personas mayores. Mientras me acomodo suena por los altavoces
un mensaje que no es la primera vez que escucho en los últimos días.
Queridos pasajeros, queridas pasajeras, desde hace un tiempo se está
repitiendo la escena, hay músicos ambulantes que están subiendo a los trenes a
tocar música. Por favor, la actividad no está permitida y les
solicitamos por favor que no contribuyan dándoles dinero. Hace tiempo
que presencio la escena en un medio cultural donde no es costumbre que
los músicos ambulantes suban a los medios de transporte y pidan algún
que otro doblón. Puedo ver que la tonada es más o menos siempre la
misma, el instrumento siempre un acordeón, los intérpretes muy
probablemente rumanos o búlgaros, aspecto gitano. Puedo ver muchas veces
más o menos la misma reacción en muchos rostros. Desaprobación, cabezas
que se mueven en pequeños movimientos negativos de desaprobación, con
cara de asco y ojos que buscan la reprobadora complicidad. Veo en menor
cantidad la indiferencia honesta. No recuerdo haber visto a nadie
soltar alguna moneda. Desde hace tiempo comenzó una especie de campaña
de prensa local denunciando mafias de limosneros. Todavía no sé qué es
una mafia de limosneros. Piden dinero y si no les das ¿te dan il bacio della morte?
Termina el mensaje del tren y a continuación desde el final del vagón
comienzan a llegar los acordes de la música de turno, una mujer pesada y
de mirada extraviada. Una coreografía perfecta entre represión y
reacción. La pareja mayor a mi lado comienza con los tics habituales de a
quien no le gusta la situación. No la música, la situación. El hombre
toma su celular. ¿Va a llamar a la policía? Su mujer dice no, no hagas
eso, dejá ya. Y él con su aparatito en la mano. Yo me pregunto ¿qué va a
hacer, va a llamar a la policía, va a colaborar con las fuerzas del
orden para informar que un ser inocente de delito alguno (al menos en
esos momentos y exceptuando que pueda adjudicarse que su ejecución
musical haya sido un crimen) está haciendo algo que los altavoces del
metro dicen que no es correcto? No, teléfono en mano se desliza sobre el
asiento y procurando que su víctima no lo vea, filma o toma con su built-in camera el momento. Algo bastante más penoso que ejecutar de la
manera que sea una pieza musical de forma explícita. El hombre se
retrae, creo ver una suerte de relamido que ejecuta su lengua, una
especie de satisfacción por la obra de bien recién puesta en acción. La
evidencia. Lo que necesita el buchón. Pero el buchón además tiene una
asistente de lujo, que cuando se acerca la música acordeón en mano, la
alecciona y repite eso no está permitido en el metro, policía, no
permitido, policía, dinero no. La música repite como autómata, pesada,
con mirada extraviada. Continúa su recorrido por el vagón. Un hombre que
hay más adelante, yo ya lo había notado, tiene una identificación en la
mano, se la muestra y le susurra algo. No escucho, pero es un policía
de paisano. La mujer le presta atención, deja de tocar. Baja su instrumento, se
sienta, y continúa el viaje como un pasajero más. Yo tengo que bajar.
Siento que tengo que decirles algo a mis compañeros de viaje. Que su
acción es peor que tocar música en un metro. Que molesta más la gente
que va hablando todo el tiempo por su móvil por todo lo alto como si
estuviera en el living de su casa, cuando uno se entera de cosas
importantísimas de la vida laboral o privada de los demás, como que
después de horas encontró el tornillo correcto, que la secretaria de la
tarde usa lentes de montura roja o cosas aun más interesantes. Que al
final es una tonada estúpida pero que vivimos en la dictadura de las
tonadas estúpidas de miles de altavoces en medios de transporte, en
cafés, en bares, en ascensores, en oficinas, en contestadores. Que
existe una palabra que se llama colaboracionismo. Desciendo del tren, ya
es tarde. Mis pensamientos reptan en sentido contrario al de las gotas
de lluvia de la ventana.
Estoy a
metros de una cita, caminando por la calle. Paso por la zona de
contenedores de basura y reciclaje. Una señora parece tener uno de ellos
como extensión de su brazo, o como prótesis. O podría decirse que la
boca de uno de los contenedores, con su diseño de ojo de buey, parece
haberse tragado al brazo de la señora, una especie de Jonás moderna
tragada por la ballena de la basura de plástico. Sé que es la de
plástico y sé que está buscando envases por los que le entregarán unos
céntimos en el supermercado. Existe una legión de esas personas, que se
multiplican cuando hay espectáculos al aire libre y van con carritos de
la compra a la caza de envases que la gente deja despreocupadamente por
todos lados. Se nota que los hay especializados, capaces de distinguir a
metros de distancia cuál envase puede significar dinero y cuál no. Hay
algunos con más de un carrito o directamente con una especie de tanque
de maniobras a tal fin. Un concierto, después de todo, puede significar
varios euros. Pueden verse por las calles, por las estaciones, caminando
casualmente pero deteniéndose de manera abrupta sobre un tacho de
basura, como si hubieran perdido algo y no tuvieran más remedio que
meter la mano entre los restos. Visten de una manera normal, nadie diría
a simple vista que ahí viene un pobre. Cierto que a veces uno aprende a
reconocerlos y sin duda el carrito a su lado resulta un agravante. Pero
esta señora que parece haber perdido su brazo completo dentro del
contenedor en un momento retira su brazo, que afortunadamente compruebo
está ileso, y lo que tiene en la mano es una especie de palo pero de aluminio con
función retráctil y una especie de punzón en la punta (deduzco que un
imán no puede ser si pretende pescar plástico) con el que pretende
llegar a recónditos envases escurridizos. Una vez el brazo fuera mete la
cara en el ojo de buey y registra detectivescamente si todavía hay
envases que valgan la pena. Al parecer sí, porque vuelve a la carga y el
brazo desaparece nuevamente, lanza descolgada de su astillero por
delante. Mientras continúo mi camino rumbo a mi cita giro un par de
veces la cabeza. Luego la mujer comienza a perderse de vista. La imagen
de esa extensión metálica me deja pensando. Los métodos de la
supervivencia. El aluminio, ese material que se junta en el contenedor
contiguo también para su reciclaje, convertido en recolector de algún
tipo en la forma de un palo, al servicio de una persona que a su vez lo
recicla en un instrumento para moverse entre los meandros más bajos que nuestra
sociedad genera. La sofisticación máxima al servicio de revolver entre
lo que otros desechan. Me pregunto si el hombre de la pareja del metro
tomaría también una foto para su registro de actos indignos del día.
Anochece
y emprendo el camino a casa. En parte a pie, vieja costumbre
peripatética en la que si no hay con quien dialogar dialogo conmigo
mismo, o dicho de otro modo, me entrego a esa arcaica actividad en
desuso llamada también pensar. Cada ciudad tiene lindas zonas por las
que moverse a pie, sin importar cuán a menudo. Luego alguna boca
de metro por la que desaparecer entre las entrañas tentaculares del
tren subterráneo. Paso por un café que no sé si está de moda, pero que
sin duda es día y noche muy popular. Durante el día la gente toma
asiento dentro y cuando hace buen tiempo también fuera, sobre una
especie de desnivel entre el local y la acera que tiene enfrente unas mesas enanas (en
una casa diríamos ratona tal vez) y diminutas, en la que
difícilmente pueden apoyarse dos vasos, no digamos un plato de comida.
Pero si hace buen tiempo, nunca hay mesita libre. La gente luce como en
cuclillas, por la pose no puedo decir que parezca cómodo así, incluso me
atrevería a decir que más cómodo podría ser comer sobre una alfombra
directamente a nivel del suelo. Pero eso es poco, cuando cae el sol
comienza a reunirse más y más gente, resulta imposible siquiera ingresar
para ir a los aseos, no hay una sola noche en que uno pase por allí y
no tenga que bajar a la calle para poder avanzar porque hay una masa de
gente agolpada frente al café, en las mini mesitas lilliputienses y en
cada centímetro cuadrado de vía pública. La multitud en parejas o grupos
de tres o más se extiende a los lados del local, a veces muchos metros,
algunos son fumadores que de todos modos deberían estar fuera, pero el
resto parece seguir algún mandato de la moda, ir a un café, arreglarse
acorde a la situación, pagar el precio de una bebida como se paga en un
café, para luego tomarlo en un vaso de plástico en plena calle y sin
servicio, exactamente igual a como cuando antes el grupo de amigos adolescentes se
juntaba por la noche y entre todos arrimaban lo que tenían para comprar
un par de cervezas o un vino en envase de cartón para tomarlo en alguna
escalinata o esquina más o menos iluminada, para eso, para conversar un
poco. Sin aseos, a excepción de los arbustos, y sin tener que arreglarse mucho.