La niebla
atorada en la garganta como colchón algodonado que adormece la nada que parece
querer proteger. Acompaña los pasos distraídos de alguien que se deja llevar
entre luces enmarañadas que conducen a un tren perdido entre los rieles. Lo
llevan a una estación desorbitada en la que miles de ojos cuerpos celestes sin
luz propia palpitan el nuevo silbato de un tren que llega y un trance que sale.
Valijas llena de estertores con la incertidumbre sucumbiendo al sobrepeso. Algo
para comer y jugar a llenar el infinito vacío existencial de las entrañas.
Asomar la nariz a las afueras para tomar aire fresco mientras el filtro de
algún cigarrillo se ocupa de distraer la mirada mientras se cuela hasta el
último recoveco del pulmón derecho. A la izquierda un órgano fosilizado a la
espera de que alguna geóloga tenga a bien despegarlo de la roca y trate de
descifrar su dibujo. Las tiendas se erigen más allá de la mirada como templos
de otras culturas llenas de objetos raros y ajenos. Las luces lo contaminan
todo pero no tanto como el ruido de la depresión urbana. Roto de naturaleza los
seres que habitan este zoológico solo piensan en proteger su celda mientras
rumian sobre la belleza de una existencia que no poseen y no luchan por
adquirir. Ahogados por la noche salen los seres a buscar su presa. Ellos
mismos. Todos pardos. Como vampiros que escapan al rey sol Hermes brillante que
delata cada curva que acuña la tristeza sobre los rostros. Viñeta existencial
que aflora bajo el diablo del mediodía. Me transformo en el día que huye de sí
mismo. Acelero el paso para acelerar las horas los minutos los segundos. La
guarida está detrás de la mirada narcotizada que descubro del otro lado del
espejo. Cuando me giro llego a atisbar que ambos nos vamos en la misma
dirección. No sabiendo a dónde. Escapando para terminar presos de la misma
mentira. Otro día bajo la luna en cuarto menguante. La sangre se ve violácea
mientras me relamo.
Acá todos somos extranjeros. Yo, el primero. La patria es un país cuyas fronteras están en todas partes y su capital en ninguna.
02/12/2017
23/05/2017
Sin título (Opus sin número)
© Iani Haniotis
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busco la palabra
alucinógena que me lleve más allá del lenguaje. un viaje chamánico que me
transporte a los confines del universo. yo. la inocencia salida de las cavernas
encadenada a la gramática. busco la válvula que me expulse del vacío a esa
región donde no existe nada. ni el vacío ni la nada. quiero que las palabras entren por mi
boca y salgan por mis oídos sin pasar por mi cerebro. anhelo escuchar el verbo
exterior antes de contaminarse de significado. antes de volver a salir. no sé
por dónde empezar. lo único que poseo es el alfabeto para dibujar mis sueños y
pensamientos. tal vez sea hora de apagar la luz y aprender a galopar como un
caballo con los ojos vendados. sé que mientras haya luz eso será una palabra.
luz. nostalgia de un grito primario. busco a mi Virgilio andino para que me
conduzca por los caminos que no tocan infiernos ni purgatorios ni cielos
endemoniados. comenzaré una danza con los pies hasta que el estruendo de la
tierra me ensordezca la memoria y la concepción de un futuro. no deseo una
identidad. sólo dejarme transportar más allá de los confines del universo. yo.
luz. nada. no tengo palabras. me sobran las palabras. desde la primera a la
última. desde antes de ser palabra. todo es una mentira un engaño o una verdad
defectuosa. que el cuño desaparezca como desaparecen pueblos ciudades y
civilizaciones. que se borre cada atisbo de letra. hasta su página en
blanco. que desaparezca también. junto con la idea de su desaparición. dejar el nombre como quien se desnuda antes de adentrarse en la
invisibilidad. convertirse en eso que es el innombrable. y dejarse llevar por
las aguas de un Leteo sin nombre. en un barco que no existe. con los ojos
portando sendas monedas que nunca fueron. busco esa palabra alucinógena
07/05/2017
La Máscara
Desde
la comodidad previa observo la plaza que se extiende frente a mí. Mi mirada
protegida por los cristales del ventanal que me ofrece una plaza. Llega el
ocaso y el inicio con su coro: Die Revolution ist die Maske des Todes. Der Tod
ist die Maske der Revolution. Mantra de una tarde que se convierte en noche. La
Revolución es la máscara de la Muerte. La Muerte es la máscara de la
Revolución. Acompaña un espresso. Una sala espera. En su interior, La Misión.
Der Auftrag. Un experimento. Un reencuentro. La primera vez fue en una sala que
hoy ya no existe en una ciudad que ya no es la misma. Su nombre era Montevideo.
Hoy se llama Munich. En la Sala espera la incomodidad. Sin espresso. El teatro
de la Revolución comienza en breve. El teatro dentro del teatro, sin saber cuál
es cuál. En el culmen de lo sofisticado, la barbarie. En el culmen de la
barbarie no hay maquillaje. El mensaje es bilis arrojado desde el proscenio.
Heiner Müller recita incansable su propia obra. El autor es el actor principal.
Virgilio que nos deja a las puertas del Purgatorio, porque tal vez no exista
otra cosa que el Infierno. Nuestro refinado sentido nos hace creer que tal vez
sea lo contrario, Cielo y algo de Purgatorio. Heiner Müller se obstina en
mostrarnos que no tenemos razón. Una Misión es una Misión es una Misión. A una
la llamamos Historia. A otra mera anécdota insignificante. Pero una Misión es
una Misión es una Misión. Tres arlequines sobre el escenario lo ponen de
manifiesto. La guillotina opera haciendo su delicado trabajo. La burocracia
hace lo suyo. ¿Es todo una comedia? ¿Un drama? ¿Una ironía de la historia?
Heiner Müller no nos lo dice. Él lee su obra, cigarro en mano tal vez,
carraspeando de tanto en tanto. El autor que se interpreta a sí mismo. Tres
arlequines sobre el escenario. Todo es para nada. Die Revolution ist die Maske des Todes. Der Tod ist die Maske der
Revolution. Un mantra que se repite en la incómoda noche desolada. La
Revolución es la máscara de la Muerte. La Muerte es la máscara de la
Revolución.
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