25/04/2019

Iter

          Me muevo por el camino que dicta el blanco de la hoja como recuerdo haberme perdido por otros tantos caminos y senderos, sin demasiados aspavientos o poesías. Me refugio del sol bajo una tímida superficie de lino que parece sonreír con la suave brisa llena de polvo amarillo. No puedo decir que estoy en el desierto, aunque no se ve un alma a la deriva. Imagino, imagina, que estoy en alguna de esas encrucijadas del bel Paese, entre una ciudad atronadora de caffè, ruinas caídas o que emergen desde el más ignorado de los agujeros, llegando casi a algún abismo que da al mar o a alguna de esas playas libres de lido.
       O imagino, imagina, que el estruendo entre margaritas ya ha quedado atrás y a donde estoy llegando es a una cala a la que hay que bajar por las sinuosidades de la roca, pulida por el imperturbable viento y carcomida en su tramo final por los milenios de agua y salitre. Por donde yo desciendo y antes otros subían, bucaneros y aventureros trayendo los objetos más inesperados de tierras ignotas, se extienden bravos pastos que luchan por elevarse entre las piedras y por emanciparse de la inclemente presión del sol. Distintos sentidos del placer, distintas formas de ser y de existir, imposibilidad de trasladar y de entenderse. Sólo la idealización de cada momento ajeno como forma de instalarlo en el firmamento de la comprensión íntima del cosmos. 
       La espuma que antes parecía una lejana sonrisa ahora produce anillos en mis tobillos. Siento como sube el sabor de la sal hasta mis labios para comunicarme que ya no tengo que seguir mi vida trashumante para ver y tocar el mar. El horizonte, esa línea inventada para poder entender lo que es el infinito, me observa desde lo más profundo del azul marino y el celeste que se eleva con su par de nubes, queriendo parecerse al tímido echar humo de una locomotora que avanza en cámara lenta.
       Como todo tiene que morir para poder convertirse en otra cosa; al gusto de algún alma gemela que bien podría estar al otro lado del mar, allá por las costas de Éfeso, dejando que sus tobillos se dejen aprisionar por otra agua y otra espuma, la misma que me ha liberado para que yo pueda continuar mi camino; le doy la espalda a levante y me dejo maravillar por la colosal roca que se yergue ante mí. En su cima sostiene mi deseo de descanso. Así, con tan poca cosa, he dejado que la hoja dejara libre un camino como otro sendero más sobre los que he apoyado mis polvorientos pies, y continúo, silencioso, sin dejar máculas, sabiendo que a fin de cuentas todo no pasa de una piadosa mentira.