A J.S., visitante ilustre de este territorio meteco
Del otro lado de la
mesa, más allá de la cámara y sus lentes, más allá del humo de cigarros y de
inciensos, están los diálogos retomados en persona después de años. O dicho en
el idioma de la amistad, de unas milésimas de segundos, tan sólo el aire que
uno toma para continuar la conversación tras meditar brevemente sobre cómo
respetar la dialéctica ascendente que todo intercambio del logos supone. Puedo
ver, como emergiendo de entre las volutas del denso humo, a un amigo, largas
caminatas junto al mar, interminables palabras, un buen vino tinto y un
cigarro. Delante de la cámara, está el que no fuma. En la ausencia está la
presencia, y en ella, a su vez, otra vez la ausencia.
Frente a la cámara,
invisible a sus sentidos, se mueve la música al ritmo de la voz del último amor
imposible que canta a garganta partida
Hallo ich bin Sehnsucht
ich bin Glück
und ich bin Not.
Hallo ich bin Herz
und ich stell mich oft
tot.
Entre el humo y la
cámara la única luz está en las velas y a su alrededor está el teatro. Esa
superficie en la que todo está permitido porque es el espejo que refleja lo que
tiene enfrente, porque no olvides que es comedia nuestra vida y teatro de farsa
el mundo todo que muda el aparato por instantes y que todos en él somos
farsantes. Un niño echando humo de habano, una invitación al Münchner Kabarett
um 1900 o uno de los grandes cantautores alemanes rodeado de beldades en ropa
sexy, una mano echada sobre una cintura, otra a un muslo. Un programa, cuaderno de notas y unos lentes que no son los de leer. Una
entrada usada como pasaje de ida al viaje hacia el fin de la noche. Una noche
que es la noche de Europa, más allá del caos, sumergida en el final de los
tiempos, de la degradación, del salvajismo de la civilización, cobijada tras un
parafraseado cartel de ingreso a Auschwitz que reza liberté, égalité,
fraternité.
Una persona se acerca
a mis espaldas. La presiento entre todas las personas de la estación. Me doy
vuelta y como si de otra ciudad y de otro tiempo se tratara, una que nunca
cambió, uno que nunca pasó, comento: ¡Ah! Pensé que bajabas por el otro andén.
Y la charla continúa.
Afuera es hoy, el futuro del pasado, y la cruda noche
otoñal está decorada por frías gotas de lluvia que lavan al día ausente de
Helios y que propician el tecleo de las letras. Entre los repiqueteos de las
gotas, como en una coreografía entre la máquina de escribir y la naturaleza
nocturna, se dejan escuchar los ecos entreverados del teatro, del diálogo.
Entonces Cäthe continúa cantando
Ich bin ein Dichter.
Ich bin, was ich bin.
Ich bin mein Richter.
Ich beschenk mich.
Ich bin streng.
Las luces se van
apagando con parsimonia. La música termina y llega el calmo susurro de la
noche. Yo comienzo a caminar en la unánime noche a orillas del Wurm, esa oscura
corriente que suena a bosque en medio de la ciudad y que a medida que me voy
durmiendo se transforma en rambla y océano, en vino, en cigarro, en diálogo.