29/11/2019

Eleusis


La palabra se hunde en su cuerpo como una navaja. Comienza a girar y la sangre busca su camino de salida. Cae sobre la tierra virgen, las únicas raíces que ese cuerpo echará. Cada gota parece gritar Heimat! y detrás quedan todas esas experiencias extraterritoriales. Una serie de casualidades que cuando la bolsa de la morgue se cierra se llama destino. Todo estaba escrito en una página de un libro perdido en un estante de una biblioteca inaccesible. Mientras la incredulidad producida por el dolor de la hoja afilada de cada nueva palabra. Mientras los poros buscan fijarse a cada momento guardado, olvidado, reescrito en la memoria. Mientras se despierta la fuente de Mnemósine y sumerge todo bajo un manto de agua. La línea del tiempo queda dispuesta en un único plano donde todo se superpone, convive, mezcla sus efluvios. Lo material y lo inmaterial no logran distinguirse. Notti senza nome, da far tremare il cielo se confunde con dátiles rellenos de pistacho traídos de Arabia, el primer no (mucho más cruel que el último, pero también mucho más inocente) tiene el aroma de un cappuccino en la calle Francouzská praguense, las baldosas que se adhieren a la suela del zapato en Palma (idénticas a las de Montevideo) son tan cálidas como la grappamiel en un pueblo perdido a mil metros de altura en Sicilia, el agua salvaje de las playas de Rocha llega a la arena roja de una orilla en Santorini, la Ruta de la Seda se confunde en los relatos de un escritor polaco con los nombres heredados de su heterogénea familia, la danza se produce cuando se termina la música y el sopor no sigue al alcohol, sino a un té inglés (extraído por manos indias en anónimas tierras de Assam) bebido observando la inclemente lluvia montevideana a través de una ventana de una café en Estambul, Agnes hace su saludo desde la Inmortalidad mientras trona Latejapride* en un teatro del Cerro, los balbuceos en alemán se transforman en una reunión que (¿tuvo alguna vez lugar?) con aquella persona (¿qué acaso existió?), la música de fondo es el Saxophone Colossus en una hora de francés con En avant la musique, la experiencia de la muerte emanando de un beso robado en la oscuridad de un parque (eran las vacaciones, era la ciudad de Piria), el último sí (repetido, gastado, harto de su existencia, incomparable con el primero) y el concierto en un bar británico de mala muerte, la cerveza en una bota de cristal de litro en un bar de Bremen mientras las noticias anuncian que la desmemoria confunde justicia con venganza, la victoria con el gol pasada la hora y el grito mudo tras una caída en el jardín (y del muro de un estadio, y de un puente, y de la imaginada al asomar la nariz en una terraza sin baranda), la bofetada y el aroma de los limones en la tierra meridiana de Goethe, tu pelo deslizándose por su mano sin tener idea de cómo pagar esa o aquella terrenal cuota, el puente que une dos ríos y el sabor de la sal en los labios lleno de aventura de juventud bajo el sol aniquilador del verano, el saco tan buscado y encontrado en un mercado de Camden que justo en ese momento es apretujado porque quien tenía que estar se fue (quien tenía que irse se quedó), los pasos título en mano por los pasillos de la universidad y el sentimiento de soledad un domingo de aburrimiento gris como el día y oscuro como la noche, la foto que le tomaron el grito de dolor tras el codo roto en la caída de la bicicleta y el placer del primer revelado en la sala oscura de la esquina más alejada hacia el norte de la avenida, el orgasmo con el que ambos soñaron y nunca sucedió y la sandía llena de semillas bajo los cálidos pinos, la crueldad sin explicación en la forma de palabras como puños soñando con posar los pies en las galerías que ostenta El arca rusa, el café humeante como droga en la última noche antes del examen y esa chica que perdió el ómnibus en el sur de España, el cálido pan Naan partiéndose entre sus dedos antes de llevarlo a la boca mientras encuentran otra bomba tirada por un avión en la II guerra en algún (cualquier) punto del territorio alemán, el terror no de un film de terror sino de La noche de los lápices y la voz más dulce de una mujer desconocida que un día de lluvia torrencial le ofrece a un niño cubrirlo con el paraguas y acompañarlo en su camino a la escuela, esperar en vano a la chica californiana a las cinco en punto para observar el atardecer parisino desde la torre Eiffel (también podría haber sido desde Sacré-Cœur) con la palpitación en aumento ante el tono del teléfono de una llamada buscando respuesta yendo por la calle Montevideo hacia el teatro Colón (o saliendo del Museo Sorolla). Todo es uno y lo mismo cuando cae el telón con la última gota. Es el momento de entregarse a Deméter. La cosecha queda en sus manos.