La palabra se hunde en su
cuerpo como una navaja. Comienza a girar y la sangre busca su camino de salida.
Cae sobre la tierra virgen, las únicas raíces que ese cuerpo echará. Cada gota
parece gritar Heimat! y detrás quedan todas esas experiencias extraterritoriales.
Una serie de casualidades que cuando la bolsa de la morgue se cierra se llama
destino. Todo estaba escrito en una página de un libro perdido en un estante de
una biblioteca inaccesible. Mientras la incredulidad producida por el dolor de
la hoja afilada de cada nueva palabra. Mientras los poros buscan fijarse a cada
momento guardado, olvidado, reescrito en la memoria. Mientras se despierta la
fuente de Mnemósine y sumerge todo bajo un manto de agua. La línea del tiempo
queda dispuesta en un único plano donde todo se superpone, convive, mezcla sus
efluvios. Lo material y lo inmaterial no logran distinguirse. Notti senza nome, da far tremare il cielo se confunde con dátiles
rellenos de pistacho traídos de Arabia, el primer no (mucho más cruel que el último,
pero también mucho más inocente) tiene el aroma de un cappuccino en la calle
Francouzská praguense, las baldosas que se adhieren a la suela del zapato en
Palma (idénticas a las de Montevideo) son tan cálidas como la grappamiel en un
pueblo perdido a mil metros de altura en Sicilia, el agua salvaje de las playas
de Rocha llega a la arena roja de una orilla en Santorini, la Ruta de la Seda
se confunde en los relatos de un escritor polaco con los nombres heredados de
su heterogénea familia, la danza se produce cuando se termina la música y el
sopor no sigue al alcohol, sino a un té inglés (extraído por manos indias en
anónimas tierras de Assam) bebido observando la inclemente lluvia montevideana
a través de una ventana de una café en Estambul, Agnes hace su saludo desde la
Inmortalidad mientras trona Latejapride* en un teatro del Cerro, los balbuceos
en alemán se transforman en una reunión que (¿tuvo alguna vez lugar?) con
aquella persona (¿qué acaso existió?), la música de fondo es el Saxophone
Colossus en una hora de francés con En avant la musique, la experiencia de la
muerte emanando de un beso robado en la oscuridad de un parque (eran las
vacaciones, era la ciudad de Piria), el último sí (repetido, gastado, harto de
su existencia, incomparable con el primero) y el concierto en un bar británico
de mala muerte, la cerveza en una bota de cristal de litro en un bar de Bremen
mientras las noticias anuncian que la desmemoria confunde justicia con
venganza, la victoria con el gol pasada la hora y el grito mudo tras una caída
en el jardín (y del muro de un estadio, y de un puente, y de la imaginada al
asomar la nariz en una terraza sin baranda), la bofetada y el aroma de los
limones en la tierra meridiana de Goethe, tu pelo deslizándose por su mano sin
tener idea de cómo pagar esa o aquella terrenal cuota, el puente que une dos
ríos y el sabor de la sal en los labios lleno de aventura de juventud bajo el
sol aniquilador del verano, el saco tan buscado y encontrado en un mercado de
Camden que justo en ese momento es apretujado porque quien tenía que estar se
fue (quien tenía que irse se quedó), los pasos título en mano por los pasillos
de la universidad y el sentimiento de soledad un domingo de aburrimiento gris
como el día y oscuro como la noche, la foto que le tomaron el grito de dolor
tras el codo roto en la caída de la bicicleta y el placer del primer revelado en
la sala oscura de la esquina más alejada hacia el norte de la avenida, el orgasmo
con el que ambos soñaron y nunca sucedió y la sandía llena de semillas bajo los
cálidos pinos, la crueldad sin explicación en la forma de palabras como puños
soñando con posar los pies en las galerías que ostenta El arca rusa, el café
humeante como droga en la última noche antes del examen y esa chica que perdió el
ómnibus en el sur de España, el cálido pan Naan partiéndose entre sus dedos
antes de llevarlo a la boca mientras encuentran otra bomba tirada por un avión
en la II guerra en algún (cualquier) punto del territorio alemán, el terror no
de un film de terror sino de La noche de los lápices y la voz más dulce de una
mujer desconocida que un día de lluvia torrencial le ofrece a un niño cubrirlo
con el paraguas y acompañarlo en su camino a la escuela, esperar en vano a la
chica californiana a las cinco en punto para observar el atardecer parisino
desde la torre Eiffel (también podría haber sido desde Sacré-Cœur) con la
palpitación en aumento ante el tono del teléfono de una llamada buscando respuesta
yendo por la calle Montevideo hacia el teatro Colón (o saliendo del Museo
Sorolla). Todo es uno y lo mismo cuando cae el telón con la última gota. Es el
momento de entregarse a Deméter. La cosecha queda en sus manos.