16/08/2014

insTANtes TAN esponTANeos (1)

Será cerca del mediodía. La gotas de lluvia reptan por las ventanas del tren metropolitano. Volaron en caída con mayor peso que el plomo de las nubes. Busco un asiento libre. Lo encuentro en un apartado todo para mí. Del otro lado del pasillo una pareja de personas mayores. Mientras me acomodo suena por los altavoces un mensaje que no es la primera vez que escucho en los últimos días. Queridos pasajeros, queridas pasajeras, desde hace un tiempo se está repitiendo la escena, hay músicos ambulantes que están subiendo a los trenes a tocar música. Por favor, la actividad no está permitida y les solicitamos por favor que no contribuyan dándoles dinero. Hace tiempo que presencio la escena en un medio cultural donde no es costumbre que los músicos ambulantes suban a los medios de transporte y pidan algún que otro doblón. Puedo ver que la tonada es más o menos siempre la misma, el instrumento siempre un acordeón, los intérpretes muy probablemente rumanos o búlgaros, aspecto gitano. Puedo ver muchas veces más o menos la misma reacción en muchos rostros. Desaprobación, cabezas que se mueven en pequeños movimientos negativos de desaprobación, con cara de asco y ojos que buscan la reprobadora complicidad. Veo en menor cantidad la indiferencia honesta. No recuerdo haber visto a nadie soltar alguna moneda. Desde hace tiempo comenzó una especie de campaña de prensa local denunciando mafias de limosneros. Todavía no sé qué es una mafia de limosneros. Piden dinero y si no les das ¿te dan il bacio della morte? Termina el mensaje del tren y a continuación desde el final del vagón comienzan a llegar los acordes de la música de turno, una mujer pesada y de mirada extraviada. Una coreografía perfecta entre represión y reacción. La pareja mayor a mi lado comienza con los tics habituales de a quien no le gusta la situación. No la música, la situación. El hombre toma su celular. ¿Va a llamar a la policía? Su mujer dice no, no hagas eso, dejá ya. Y él con su aparatito en la mano. Yo me pregunto ¿qué va a hacer, va a llamar a la policía, va a colaborar con las fuerzas del orden para informar que un ser inocente de delito alguno (al menos en esos momentos y exceptuando que pueda adjudicarse que su ejecución musical haya sido un crimen) está haciendo algo que los altavoces del metro dicen que no es correcto? No, teléfono en mano se desliza sobre el asiento y procurando que su víctima no lo vea, filma o toma con su built-in camera el momento. Algo bastante más penoso que ejecutar de la manera que sea una pieza musical de forma explícita. El hombre se retrae, creo ver una suerte de relamido que ejecuta su lengua, una especie de satisfacción por la obra de bien recién puesta en acción. La evidencia. Lo que necesita el buchón. Pero el buchón además tiene una asistente de lujo, que cuando se acerca la música acordeón en mano, la alecciona y repite eso no está permitido en el metro, policía, no permitido, policía, dinero no. La música repite como autómata, pesada, con mirada extraviada. Continúa su recorrido por el vagón. Un hombre que hay más adelante, yo ya lo había notado, tiene una identificación en la mano, se la muestra y le susurra algo. No escucho, pero es un policía de paisano. La mujer le presta atención, deja de tocar. Baja su instrumento, se sienta, y continúa el viaje como un pasajero más. Yo tengo que bajar. Siento que tengo que decirles algo a mis compañeros de viaje. Que su acción es peor que tocar música en un metro. Que molesta más la gente que va hablando todo el tiempo por su móvil por todo lo alto como si estuviera en el living de su casa, cuando uno se entera de cosas importantísimas de la vida laboral o privada de los demás, como que después de horas encontró el tornillo correcto, que la secretaria de la tarde usa lentes de montura roja o cosas aun más interesantes. Que al final es una tonada estúpida pero que vivimos en la dictadura de las tonadas estúpidas de miles de altavoces en medios de transporte, en cafés, en bares, en ascensores, en oficinas, en contestadores. Que existe una palabra que se llama colaboracionismo. Desciendo del tren, ya es tarde. Mis pensamientos reptan en sentido contrario al de las gotas de lluvia de la ventana.
Estoy a metros de una cita, caminando por la calle. Paso por la zona de contenedores de basura y reciclaje. Una señora parece tener uno de ellos como extensión de su brazo, o como prótesis. O podría decirse que la boca de uno de los contenedores, con su diseño de ojo de buey, parece haberse tragado al brazo de la señora, una especie de Jonás moderna tragada por la ballena de la basura de plástico. Sé que es la de plástico y sé que está buscando envases por los que le entregarán unos céntimos en el supermercado. Existe una legión de esas personas, que se multiplican cuando hay espectáculos al aire libre y van con carritos de la compra a la caza de envases que la gente deja despreocupadamente por todos lados. Se nota que los hay especializados, capaces de distinguir a metros de distancia cuál envase puede significar dinero y cuál no. Hay algunos con más de un carrito o directamente con una especie de tanque de maniobras a tal fin. Un concierto, después de todo, puede significar varios euros. Pueden verse por las calles, por las estaciones, caminando casualmente pero deteniéndose de manera abrupta sobre un tacho de basura, como si hubieran perdido algo y no tuvieran más remedio que meter la mano entre los restos. Visten de una manera normal, nadie diría a simple vista que ahí viene un pobre. Cierto que a veces uno aprende a reconocerlos y sin duda el carrito a su lado resulta un agravante. Pero esta señora que parece haber perdido su brazo completo dentro del contenedor en un momento retira su brazo, que afortunadamente compruebo está ileso, y lo que tiene en la mano es una especie de palo pero de aluminio con función retráctil y una especie de punzón en la punta (deduzco que un imán no puede ser si pretende pescar plástico) con el que pretende llegar a recónditos envases escurridizos. Una vez el brazo fuera mete la cara en el ojo de buey y registra detectivescamente si todavía hay envases que valgan la pena. Al parecer sí, porque vuelve a la carga y el brazo desaparece nuevamente, lanza descolgada de su astillero por delante. Mientras continúo mi camino rumbo a mi cita giro un par de veces la cabeza. Luego la mujer comienza a perderse de vista. La imagen de esa extensión metálica me deja pensando. Los métodos de la supervivencia. El aluminio, ese material que se junta en el contenedor contiguo también para su reciclaje, convertido en recolector de algún tipo en la forma de un palo, al servicio de una persona que a su vez lo recicla en un instrumento para moverse entre los meandros más bajos que nuestra sociedad genera. La sofisticación máxima al servicio de revolver entre lo que otros desechan. Me pregunto si el hombre de la pareja del metro tomaría también una foto para su registro de actos indignos del día.
Anochece y emprendo el camino a casa. En parte a pie, vieja costumbre peripatética en la que si no hay con quien dialogar dialogo conmigo mismo, o dicho de otro modo, me entrego a esa arcaica actividad en desuso llamada también pensar. Cada ciudad tiene lindas zonas por las que moverse a pie, sin importar cuán a menudo. Luego alguna boca de metro por la que desaparecer entre las entrañas tentaculares del tren subterráneo. Paso por un café que no sé si está de moda, pero que sin duda es día y noche muy popular. Durante el día la gente toma asiento dentro y cuando hace buen tiempo también fuera, sobre una especie de desnivel entre el local y la acera que tiene enfrente unas mesas enanas (en una casa diríamos ratona tal vez) y diminutas, en la que difícilmente pueden apoyarse dos vasos, no digamos un plato de comida. Pero si hace buen tiempo, nunca hay mesita libre. La gente luce como en cuclillas, por la pose no puedo decir que parezca cómodo así, incluso me atrevería a decir que más cómodo podría ser comer sobre una alfombra directamente a nivel del suelo. Pero eso es poco, cuando cae el sol comienza a reunirse más y más gente, resulta imposible siquiera ingresar para ir a los aseos, no hay una sola noche en que uno pase por allí y no tenga que bajar a la calle para poder avanzar porque hay una masa de gente agolpada frente al café, en las mini mesitas lilliputienses y en cada centímetro cuadrado de vía pública. La multitud en parejas o grupos de tres o más se extiende a los lados del local, a veces muchos metros, algunos son fumadores que de todos modos deberían estar fuera, pero el resto parece seguir algún mandato de la moda, ir a un café, arreglarse acorde a la situación, pagar el precio de una bebida como se paga en un café, para luego tomarlo en un vaso de plástico en plena calle y sin servicio, exactamente igual a como cuando antes el grupo de amigos adolescentes se juntaba por la noche y entre todos arrimaban lo que tenían para comprar un par de cervezas o un vino en envase de cartón para tomarlo en alguna escalinata o esquina más o menos iluminada, para eso, para conversar un poco. Sin aseos, a excepción de los arbustos, y sin tener que arreglarse mucho.

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