27/09/2014

InsTANtes TAN esponTANeos (3)


El metro convertido en aventura bamboleante, los estómagos se transforman en una amenaza de bomba a punto de explotar en cualquier momento. Existe un fenómeno que lo provoca: la fiesta de la cerveza. Vestido típicos que invitan al análisis freudiano a través del lente de "La fuente y la doncella", ellas princesas inocentes saliendo de un parque lleno de leñadores. En cada parada salen despedidos o empujados por las amistades seres trastabilleantes que buscan aire fresco o poder eliminar la bilis que pugna por salir. En cada parada entran y salen miles de almas, el público se convierte en una grada que es toda platea. Cuando toca mi turno de bajar muy cerca unos brazos se arrojan sobre el pasamanos a un lado del andén, se asen con sus últimas fuerzas y comienza un rugido, el público celebra y el leñador se siente un gladiador luchando sobre la arena romana y ruge con más fuerza, el público ríe porque eso le puede pasar a cualquier buen hijo de vecino, pero ahí, justo ahí, es cuando hay que demostrar que se es un hombre de verdad, entonces el rugido se hace feroz imitando al león que se desmelena. Cada rugido es un vómito que expulsa litros de cerveza, porque un hombre de verdad a lo menos debe tomar tres o más litros, mezclado con pollo asado y ese pan trenzado llamado Breze junto al Obaatzda que es una especie de queso cremoso tipo Camembert con especias. La multitud se aparta no por temor al león sino para evitar el salpicón bilioso y maloliente mientras echa una sonrisa cómplice. El león queda apoyado inmóvil sobre la baranda, es el rey de la estación y lo ha demostrado valientemente, si la valentía ha de medirse por el tronar de sus entrañas, no de sus pulmones. Pero ahora no puede moverse a riesgo de caer sobre la materia que ahora es su alarido primario. Mientras me alejo en dirección a la salida pueden verse dentro de los vagones del metro seres medio dormidos tratando de sostenerse sobre sus pies o inevitablemente mirando en sus celulares las fotos recientemente tomadas en la celebración. Un hombre con los ojos entrecerrados me vislumbra a través de la ventana y levanta dos dedos en forma de v. Victoria. Peace, man.

La mujer grita. En la noche la ciudad parece despertarse de la somnolencia diurna y de la jornada laboral narcotizada. La mujer grita. Nadie se mueve. Pero miran con curiosidad. En la noche florecen los desplazados, ignorados durante el día. Ocupan un lugar. Dejan el silencio muchas veces. A gritos, como ahora. Al constatar que no representa peligro alguno, cada uno vuelve a su asunto. Hablar con su vecino. Mirar el teléfono otorgándole realidad a lo que está lejos, no a lo que está alrededor. El hic et nunc se ha convertido en una ficción que en el mejor de los casos puede volverse digna de ser fotografiada o filmada, para que otro ser en otro lado pueda verlo en su dispositivo electrónico y así transformarlo a su vez en realidad. No sé si alguien se fija ya en la mujer, pero la mujer continúa gritando. Al parecer insulta. Sus palabras no se entienden. Su voz suena amenazante pero ella no luce peligrosa. Parece alguien que sufre del síndrome de Tourette. Luego se calma. Como un animal que encuentra algo que le llama la atención, en ese momento retoma la cadena de gritos. El concierto de risitas y miradas esquivas puede sentirse, por momentos incluso verse. Muchos miran con impaciencia si el metro asoma la trompa con su ojo ciclópeo por el túnel. Ahí, ahí viene. Todos hacen fila, como si el capitán pasara revista, firmes en paralelo a los vagones. Todos normales. La loca de los gritos todavía no da el paso al frente. Pero cuando las puertas se abren el alivio se disuelve porque el equipaje de gritos finalmente entra al vagón. La mujer calla. Busca un lugar donde sentarse. Lo encuentra, y cuando todo hace parecer que el vagón será como una cuna que con su movimiento calmará a la bestia, los gritos comienzan nuevamente. Algunos pasajeros que no presenciaron lo sucedido en la estación se sobresaltan un poco. Entonces descubren que es sólo una loca y que no representa peligro alguno. Y se calman mientras toman prudente distancia. Y comienza el concierto de risitas y miradas esquivas. Cuando los gritos e insultos en ese idioma que sólo parece comprender quien los profiere se transforman en un elemento más de lo normal todo el mundo vuelve a su asunto. Unos hablan con su vecino. Otros echan mano de su teléfono celular y se sumergen en esa pequeña pantallita. El universo se disuelve y con él los gritos y la pobre mujer, la pobre mujer que en su desamparo se la ve totalmente desequilibrada y que con sus gritos finalmente ha logrado la atención efímera de quienes estaban cerca. Una cotidiana victoria pírrica. Pero la atención no es para ver si lo que en realidad necesita es un abrazo o para preguntarle si pueden hacer algo por ella. Lo justo y necesario para evaluar si tenían que correr y protegerse. La pobre mujer se presenta en su total desesperación solitaria. El resto se camufla silenciosamente en su ansiolítico 4G.

La mujer mira en mi dirección y se ríe. Pero no me ve, ve a través mío. O no ve nada, sus ojos parecen moverse sin enfocar en nada. Pasa desapercibida, pero si uno se percata de su presencia atrae la atención enseguida. Es mayor, su pelo largo descuidado, entrecano y mal teñido, más que sujetado parece sostenido por una pinza que se esfuerza en ejecutar su función. Cuando ese algo que invita a detenerse en ella conduce la mirada a su boca se encuentra la explicación. Su boca está desmesuradamente pintarrajeada de rojo. Labios y más que los contornos sumergidos bajo una capa de rojo eléctrico. Es una drama vivo. Y en ese momento su boca se abre en una sonrisa. Pero no es una sonrisa alegre, es mecánica, como esos muñecos gigantes de los parques de atracciones que más que alegría despiertan pavor. La boca cierra su mueca roja de la misma forma. Una muñeca de madera con cachetes rígidos en versión carne y hueso. Su cabeza gira en otra dirección y vuelve a abrir la boca, con la misma sonrisa. La mujer está sentada en las afueras de un café en un centro comercial subterráneo por el que pasan millones de personas. Su indumentaria es discreta como de una administrativa que ha pasado más de treinta años detrás de un escritorio en una oficina que nadie visita. Su pelo aunque desarreglado no dice mucho, es al recaer en su expresión y en esa boca de payaso que se abre y se cierra sin expresión, como si estuviera esculpida en cera, que se vuelve un imán a los ojos. Su café impertérrito sobre la mesa, dando señales de humo. Lo hipnótico, al menos para mí, va acompañado de la pregunta de si realmente está viva. La sonrisa denota un grado de enajenación que invita a pensar que tal vez sí sea de madera o de cera, o que sea en eso en lo que ha terminado por convertirse. Y giro mi cabeza cuando mi camino me aleja. Ella sigue sentada en su taburete. Hasta que mi ángulo hace ya imposible verla todo se repite. El café estático, olvidado, convirtiéndose lentamente en agua fría de color marrón intragable. Y esa boca gigante que con sus márgenes rojos asume una forma rectangular como una señal de tráfico que algún niño señalará y querrá mostrar a su madre mientras busca la rueda gigante y el tiovivo que normalmente son también parte de las atracciones.