La luz verde señala
que pueden ir, pero yo sólo los veo venir.
El farol oficia de
techo, de sacacorchos, de tapón, o simplemente descansa antes de su noche de
trabajo, recostado sobre la grúa. Más allá no sé si son otros faroles o todos
son el mismo, cada vez más pequeño, más viejo y encorvado, más cansado,
mostrando su pasaje del otoño al invierno de su existencia entre luces y
sombras.
La grúa, a su vez,
descansa después de su jornada porque es el séptimo día. Es el símbolo del
futuro construyendo el pasado. El futuro es un edificio que tendrá algún
artístico nombre como centro de documentación. El pasado está documentado en
fotos y textos que nos dicen lo que nunca debería repetirse en el futuro, cosas
tales como usar camisas pardas, por ejemplo.
Al lado, en la foto pero no a la vista de los ojos, hay otro edificio más del que salen las futuras sinfonías que procuran tapar el sonido de pasadas máquinas de escribir. Las teclas han cambiado y ya no llevan rollos de tinta intercambiables, ahora hay pianos de cola y sus cuerdas producen melodías estudiantiles. Tal vez el próximo Beethoven esté ahora refugiado entre sus sólidas paredes. El mal antes tenía una central administrativa y desde sus azulejos todavía huele a azufre.
De entre las sombras se eleva un cigarro negro que quiere recordar al frío siberiano que se tragó sin té y sin samovar a los miles de invitados por Napoleón a pelear en una guerra que sería sólo el trailer para catástrofes posteriores en la noche urbana de Stalin.
Al fondo se erige desde la tierra donde florecen los limoneros una bóveda color de oro que ilumina la plaza con tonos de nube de acero y de tormentoso pasado. Por fuera es su sol eterno y por dentro, algo que también se esconde al ojo desde donde estamos parados, gobierna el símbolo de la eterna pureza y de la página no escrita, las paredes estucadas, el brillo, el reflejo, los rayos lumínicos que se filtran por su roseta y hasta las sombras resultan de un blanco absoluto.
Ante mí, dispuesta en el desorden cotidiano, una matemática composición de líneas verticales desde donde puedo ver como a una instancia de la trascendencia lo que está en los planos ocultos. Todo está en la foto, salvo que no todos podemos verlo. Yo tampoco, tal vez sea todo producto de mi imaginación. Entre el cielo y la tierra hay mucho más que lo que muestra tu fotografía, me susurra una voz.
Mientras, como pintadas por algún maestro del arte, las nubes se pasean y decoran la imagen, ajenas a todo y a todos, felices ignorantes que todo lo ven desde las alturas dejándose broncear por los vespertinos, casi nocturnos, rayos del sol.
Al lado, en la foto pero no a la vista de los ojos, hay otro edificio más del que salen las futuras sinfonías que procuran tapar el sonido de pasadas máquinas de escribir. Las teclas han cambiado y ya no llevan rollos de tinta intercambiables, ahora hay pianos de cola y sus cuerdas producen melodías estudiantiles. Tal vez el próximo Beethoven esté ahora refugiado entre sus sólidas paredes. El mal antes tenía una central administrativa y desde sus azulejos todavía huele a azufre.
De entre las sombras se eleva un cigarro negro que quiere recordar al frío siberiano que se tragó sin té y sin samovar a los miles de invitados por Napoleón a pelear en una guerra que sería sólo el trailer para catástrofes posteriores en la noche urbana de Stalin.
Al fondo se erige desde la tierra donde florecen los limoneros una bóveda color de oro que ilumina la plaza con tonos de nube de acero y de tormentoso pasado. Por fuera es su sol eterno y por dentro, algo que también se esconde al ojo desde donde estamos parados, gobierna el símbolo de la eterna pureza y de la página no escrita, las paredes estucadas, el brillo, el reflejo, los rayos lumínicos que se filtran por su roseta y hasta las sombras resultan de un blanco absoluto.
Ante mí, dispuesta en el desorden cotidiano, una matemática composición de líneas verticales desde donde puedo ver como a una instancia de la trascendencia lo que está en los planos ocultos. Todo está en la foto, salvo que no todos podemos verlo. Yo tampoco, tal vez sea todo producto de mi imaginación. Entre el cielo y la tierra hay mucho más que lo que muestra tu fotografía, me susurra una voz.
Mientras, como pintadas por algún maestro del arte, las nubes se pasean y decoran la imagen, ajenas a todo y a todos, felices ignorantes que todo lo ven desde las alturas dejándose broncear por los vespertinos, casi nocturnos, rayos del sol.