Busco la palabra
ingrávida. No la etérea. No quiero alimentar el exceso de equipaje del viento,
que se la lleva, que la sopla, que se divierte a placer con su leve
profundidad, que la hace saltar de rama en rama, que la hace perder en la
curva más lejana del mar, que la esconde en el rincón más ciego de la memoria.
Busco la palabra
manzana que se atraganta en la nuez de Isaac, que quiere salir y volar más allá
de su copa buscando fijarse al aire en movimiento que peina la bordada nada
celeste. Como un escalador clavada al gris promontorio de las distintas
formaciones, no la quiero bordeando el fácil camino de la cumulonimbus, la
quiero arriesgada, comenzando por una stratus, aprovechándose de una desprevenida
cumulus y saltando a una stratocumulus, dejándose mojar por los clavos líquidos
que desprende la nimbostratus, sorteando como quien cruza por el vado de un río
dando saltos a través de piedras japonesas cada una de las altocumulus hasta
llegar al valle de la altostratus, para darse al descanso en la superficie de
la panza de algún cirrus perdido en las alturas donde no moran los hombres. La
palabra proyectada lejos de la tierra, la palabra rebelde que contradice leyes
físicas y reglas de tráfico, la que hace presión en su sueño de Ícaro por ir en
dirección a la incandescente ionosfera, se posiciona en órbita y gira anclada
en esa especular superficie de mármol gaseoso que observa a la tierra con
rostro ceñudo y cambiante viendo cómo la palabra que queda atrás suspendida en
el ahora abismo muere de insignificancia, de incomprensión, de sinsentido y de
babélica soledad.
Busco no la palabra mitológica ni la palabra escrita que
quiere descansar y pasearse sobre el plácido y terrenal papel. Busco la
tormenta, el tornado y el desconcierto, la palabra grave que se ríe de la
gravidez. Busco la palabra ingrávida. La palabra no pensada, no dicha y no
escrita. La palabra imposible.
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